miércoles, septiembre 15, 2004

El Doctor Alban

A Antonio se le murió el papá en octubre, pero en diciembre el difunto aún recibió algunas felicitaciones de navidad que él, diligente, sobreponiéndose al dolor, trató de responder tan bien como supo: les contaba que era el hijo de Don Alberto y que se encontraba en la dolorosa situación de tener que comunicarles que éste había fallecido recientemente, que lamentaba tener que darles tan penosa noticia y que en nombre de la familia agradecía igualmente los buenos deseos. En respuesta a tan dolidos billetes recibió las correspondientes condolencias que, en un tono elegante y formal, trataban de esconder lo embarazoso del equívoco. Sólo quedó una felicitación sin responder, que no llevaba remitente: "Felices Fiestas y próspero Año Nuevo le desea El Doctor Alban", decía; y luego timbrado, un número de teléfono.

En un primer momento Antonio no quiso llamar, pero al cabo de unos meses, hacia marzo debió ser, tropezó con ella de nuevo y se sintió con ánimos de hacerlo. Respondió una voz de mujer. Él se presentó, dijo que llamaba de parte de Don Alberto Angulo y preguntó por el Dr. Alban. La mujer se disculpó pero aseguró que no podía ponerle en comunicación con el Doctor. A medida que Alberto insistía crecía también la inverisimilitud de las excusas que ponía la mujer del teléfono; y así hasta que él se dio por vencido y le pidió a la mujer que, al menos, tuviese la bondad de hacerle llegar un recado al Doctor: le contó que él no conocía personalmente al Dr. Alban, pero como éste año también recibieron la felicitación de Navidad de su parte, igual que había llegado puntualmente cada año hasta donde le llegaba la memoria, temía que el Dr. no estuviese enterado que, en noviembre, su amigo, el papá de él, murió.

Al otro lado se hizo el silencio, pero al rato, como liberados después de una represión momentánea, sonaron estrepitosos unos terribles sollozos que desarmaron a Antonio; de la irritación pasó a la simpatía de saber la propia pena compartida. La mujer le contó entre mocos que Don Alberto había sido un muy buen cliente suyo, y ante la insistencia de Antonio en defender la férrea salud que siempre tuvo su padre, que hasta el día de su muerte nadie le había conocido un catarro, la mujer tuvo que admitir entre lágrimas que el Dr. no era tal, que ni era médico ni tan siquiera existía, que los males que trataban en casa del Dr. Alban eran de otra índole. Marielita le contó que había regentado ésa institución desde hacía años, seguramente desde antes de que Antonio naciera, y que Don Alberto siempre se había portado como un caballero con ella y con las chicas, y hasta que cuando una de ellas murió de malas fiebres, su papá se había encargado de recoger entre los pacientes del Dr. el dinero para costear el precio de un nichito bastante digno.

Después de recordar, emocionados, las bondades del difunto Don Alberto, Antonio se despidió prometiendo que cuando le subiera un poco el ánimo iría a visitarse a casa del Dr. Antan; ella le dijo que tan pronto llamase le tendría preparada la mejor pelada, y que podía estar seguro que con los cuidados de Marielita no quedaría sin volver aunque fuese tan exigente y vital como su padre, en paz descanse el pobritico.